Las neuronas espejo son aquellas que nos permiten sintonizar con las acciones, intenciones y estados del otro, de tal modo que aquello que estas neuronas perciben es vivido por nuestro cerebro como algo real, es decir, que tiene la categoría de real a nivel de actividad neuronal.

De esta manera, lo que te ocurre a ti, también me ocurre a mí, y provoca dentro de mí una reacción a modo de sensación, sentimiento o pensamientos (que pueden desembocar o no en una conducta), que es consecuencia de que esa vivencia está en mí, existe en mí. Eso implica que tú estás en mí, existes en mí. Y tú también tienes esa capacidad para sintonizar con el otro, de modo que percibes que existes en mí, y que tu dolor está en mí, tu ilusión está en mí.

¿Qué papel juegan los afectos y las identificaciones en la intensidad de esta sintonía? Cuanto más identificados nos sentimos con el otro, mayor es el haz de conexiones que nos unen a sus procesos, emociones, pensamientos…Las primeras identificaciones son las que más van a definir quiénes seremos, y tienen un gran poder, sobre todo porque están cargadas de afectos. Al niño le une al otro significativo un vínculo de tipo afectivo. El niño atribuye al otro un lugar que en lo afectivo le toca y en lo personal le lleva a poner todos sus sentidos en él, ya sea para aprender o para recurrir a él cuando necesita compañía o comprensión.

En el caso concreto de terapeuta/educador – niño, ¿qué papel juega la presencia del niño en él y la de él en el niño? En el caso de que exista una sintonía entre ellos tal que en ambos exista un espacio en el que el otro es y está, los procesos de aprendizaje o terapia se dan gracias a que: 1.el adulto es capaz de ponerse en el lugar del niño y actuar en su zona de desarrollo próximo (desarrollo y aprendizaje) o bien en un espacio donde sus afectos se mueven y se pueden elaborar (mundo psicológico). 2.el niño atribuye al adulto un valor de referente o modelo en el que también tiene depositados afectos y sentimientos de confianza.

Si estas condiciones se dan, las posibilidades de éxito del trabajo que se realice son mayores, pero sobre todo y más importante, se trata de resultados que forman parte de la vida del niño; el niño no ha aprendido simplemente, o ha superado un bache con éxito sin mayores consecuencias, sino que el hecho educativo o terapéutico ha modelado su personalidad en construcción. Su yo se ha modificado por la mirada del otro.

En el trabajo terapéutico, es básico que le terapeuta viva al niño: lo entienda, lo conozca, se deje afectar por él. Esto es necesario pero no suficiente. Lo que empuja al niño a esforzarse, a mejorar, es la mirada esperanzada del terapeuta. El terapeuta proyecta sobre el niño la posibilidad de lo que puede llegar a ser, la confianza en sus posibilidades, y la comprensión de lo que le sucede, de manera que el niño no se siente forzado, sino más bien impulsado desde la esperanza y la confianza. Sin esta mirada, los resultados del trabajo terapéutico son , cuanto menos, pobres.

Y por último, es imprescindible que el niño también sea capaz de empatizar con el otro, cosa que en muchos casos con los que tratamos no es así. Bien por causa biológica, psicológica o una combinación de ambas, a muchos niños les resulta imposible o muy difícil sintonizar con el otro. Como explica el dr. Moyá, se comunican con nosotros a través de pequeñas rendijas por las que conseguimos tocar sus sensibilidad, y por las que procuramos afectarles en el sentido más literal de la palabra.

 

 

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